Insolente propuesta que te hace (volver a) creer en el cine como desahogo, el cine como puro espectáculo. Hace tiempo que dejé atrás aquella sentencia wilderiana que decía que las películas deben entretener y hacer que la gente se olvide por unos minutos de sus problemas. Pero tanto grito desgarrado en las redes sociales no podía ser solo canto de sirenas y, a pesar de un póster de molde western con fondo vampírico y colores crepusculares y de un tráiler con gánsteres, góspel y vudú, acceder a la sala y vender mi alma a Ryan Coogler fue el mejor de los aciertos.
Cruce de caminos y géneros, con Robert Johnson en el ambiente, Los pecadores acaban siendo los doce compases de blues, con su melancolía, su angustia y su crítica al racismo y la opresión, añadiéndole todo eso que hemos hablado del póster y el tráiler. En serio. Y el guionista y director no solo sale incólume ante tanto refrito, sino con una composición imponente, difícil de creer por el preciso funcionamiento de los elementos de la partitura. El cierre subrayado, marca de la casa yanqui, rebaja la sensación de in crescendo y le quita algo de mordiente, pero bien. No importa. Hablamos de evasión. Y ha sido grande.
Esta película de indios sin vaqueros, de apareceros que sobreviven al esclavismo latente y de comunidades varadas en el misticismo y la costumbre, cuenta la historia de dos hermanos gemelos que, tras haber hecho dinero canallesco en el Chicago de los años 20, regresan a su pueblo natal para montar un club de blues. Todo en un día. Y tras seleccionar a su equipo, abren el local sin imaginar que unas criaturas chupasangres esperan a que alguien les invite a entrar, aunque sea pagando. Y no tienen porque ser los malos de la función, cada cual que lo mire como quiera, pues también hay blancos anaranjados con pinta de empresarios de la construcción y tres kas en la solapa que pretenden arancelar quien manda. Un disfrute.
Un consejo: esperen, al terminar la película, a la escena postcréditos nada banal que cierra el pecado. Ale pues.
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