Está bien eso de cargarse las figuras del héroe de guerra ochentero. Los Rambos y los coroneles Braddock —cine de mi adolescencia que ya pasó a mejor vida—, quedaron obsoletos desde el mismo momento en que los solicitantes de nuevos productos demandaron realismo. Ahora, los soldados tienen miedo, lloran y gritan cuando les duele; el steadicam estabiliza incluso los excesos y las banderas ondeantes y repletas de metralla y la idealización o el propagandismo del mensaje pierde fuerza ante el “ojo, que igual vuelves sin piernas”. Por ahí, todo correcto. Sin embargo, parece que el enemigo es siempre el mismo y que politizar o posicionarse ente el conflicto puede hacer que los espectadores mengüen o, peor, que sean todos del mismo bando. Ya lo decía Jacinto Benavente: “Solo temo a mis enemigos cuando empiezan a tener razón”.
Alex Garland y su asesor en temas militares, Ray Mendoza, han montado una experiencia inmersiva en las calles de Ramadi, Irak. Claustrofóbico ejercicio de huida de la encerrona, apurado metraje, poco diálogo y ningún personaje femenino que persigue el entretenimiento riguroso y el estremecimiento realista. Una representación nada romántica del combate que, lo dicho, no se posiciona ante una guerra imperialista, inventada y monetizada y acaba siendo un simple documental inocuo y partidista donde los malos tienen barba y los buenos bigote. Sí, Warfare es entretenida y está muy bien realizada. Pero unos créditos finales innecesarios y ridículos acaban por demostrar que estamos ante más de lo mismo y que la propuesta antibelicista… quizá no lo sea tanto.
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