Una fotografía repleta de oscuridad, donde los claros solamente asoman bajo el agua; unos personajes que proyectan una autenticidad extrema, un guión donde no sobran enunciados ni silencios y una dirección que traslada atmósfera de omertá y convivencia constreñida, hacen de Dogman una obra brutal y cautivadora.
Basada en hechos reales, Dogman traslada a la pantalla el suceso conocido como “delitto del Canaro” (1988); del que hay que evitar investigar para enfrentarse a la película de Garrone con pocos antecedentes. Después del visionado se puede informar uno y subjetivar más a fondo. En los arrabales marítimos de una gran ciudad italiana, el timorato dueño de una peluquería canina, y agregado traficante de la barriada, está bajo la influencia impuesta —al igual que el resto de comerciantes y vecinos— del matón de la zona. Aunque el conflicto está extendido en el ambiente, el detonante es la simple coexistencia: el intento de concordia entre fuertes y débiles, violentos y puros, delincuentes y buscavidas.
Vive y deja vivir hasta que, a lo Peckinpah, te hinchan le palle y el lirismo sigue siendo lirismo; pero intenso, tenso e implacable. Y esa sensación de angustia y de poco aire acaba por estallar y por convertir al invisible en visible. Eso es Dogman. Eso es Matteo Garrone.
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