Larraín cierra (o eso dicen) la trilogía de divas maltratadas, engañadas y cuya obsolescencia vital las transmutó en iconos. Una vida útil marginada al subyugo de sus parejas, a la alta costura, a la prensa acosadora y, en el caso referido en esta crónica, al arte. Es, quizá, por eso por lo que María Callas se le aproxime, en alguna medida narrativa, más a Neruda que a Jackie o a Spencer. Siendo un filme muy poco comprometido políticamente, algo que sí pasaba con el biopic del poeta, nos interesa más la dualidad entre María y La Callas; entre la cantante con un control vocal extraordinario y una persona con muy poco control del resto de realidades. Y, al igual que en Neruda, aunque los protagonistas absolutos daban nombre a sus películas, sus secundarios hacían más por la compresión del contexto: Oscar Peluchonneau, aquel policía que perseguía al escritor chileno, son ahora Ferruccio y Bruna, los sirvientes de la estrella.
El relato se centra en la última semana de vida de la cantante y, aunque puede que los flashbacks que nos hablan de su relación con Onassis o de su vida en Grecia se sientan como una mera comparsa ociosa, solamente por la secuencia de una joven María Callas cantándole a un nazi desde su cama a mí me asoman como agraciados insertos. Eso sí, la joven Callas está mucho más convincente que su versión adulta a la hora de afrontar las arias. Es lo que hay.
Puede que María Callas resulte aturdidora y que la disfonía de los últimos años de la soprano inunde también la formalidad de la obra. Sin embargo, en cuanto al escenario de máximos, el último ejercicio de Pablo Larraín sigue defendiéndose como meritorio y, como esto va de subjetividades, satisfactorio.
Postludio: los títulos de las personales biografías de Larraín intercalan nombre con apellidos: Neruda (2016) es apellido. Jackie (2016) es nombre. Spencer (2021) es apellido. María (título original de la película) es nombre. Nada, una curiosa tontería.
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