Cuánto cuesta, últimamente, encontrar una película sin más pretensiones formales que mostrar las inquietudes de un buen guion. Y qué difícil es hacerlo con tanta compostura, tanta integridad y tanto talento. Es, créanme, muy complicado encararse a una gran pantalla y ver un producto manufacturado con un clasicismo en decadencia o, mejor dicho y referenciando las ambiciones del director californiano, un clasicismo crepuscular. Solo Clint Eastwood y sus más de siete décadas delante y detrás de las cámaras pueden alcanzar esa serenidad que da la experiencia para contar una película con varias caras, como la justicia.
Porque de la justicia, la responsabilidad y la conciencia habla Jurado Nº 2. De un hombre de familia, con un pasado marcado por el alcoholismo, que es seleccionado para ser jurado en un juicio por asesinato en el que, muy a su pesar y sin saberlo hasta oír las declaraciones de la fiscal, ha tenido participación activa en el suceso.
Se trata más de un estudio de personajes, ciudadanos que no quieren que se joda aquello que felizmente les depara el futuro cercano, que de una película judicial al uso. Más cerca de La costilla de Adán que de Testigo de Cargo y con referencia clara, aunque mucho menos solemne, a Doce hombres sin piedad.
La penúltima (esperemos) película de Clint Eastwood es una buena película; modesta, por un libreto sin ruidos y ciertas decisiones aceleradas, pero acometida con humanidad, experiencia y mucho amor al cine.
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