Sirat es, sin duda, una película revolucionaria. Frente a lo reaccionario, lo conveniente y el camino concurrido, Oliver Laxe se enfoca hacia lo rupturista y el subtexto constante. Una propuesta que, de no verse en una sala, no se verá en su implacable magnitud. Cine para verse en el cine que provoca, seduce, comprime y disecciona. Una fiesta clandestina de la imagen perpetrada en un espacio no convencional. Ahora, se la compara con incontables títulos, pero, muy pronto, Sirat se convertirá en referencia.
Estamos ante una película que se siente; un ofrecimiento que no necesita del análisis fílmico sobrante, de la lógica decidida ni de elementos constantes que nos conduzcan a la verdad. A todo en esta vida se le pueden encontrar lagunas, y más si utilizamos la subjetividad como reconocimiento. Sin embargo, la experiencia, lo sensorial y lo emocional pueden subir a primer plano y, como en Sirat, ir por encima de su argumento. Con esto no quiero decir que la película sea críptica, todo lo contrario, estamos ante la obra más accesible del director; sino que nadie nos debe cambiar, mediante argumentos razonados, lo que sentimos al verla.
Sirat es un puente sobre el infierno, fino como un cabello y afilado como una espada, que hay que cruzar para llegar al paraíso. Frase introductoria a una primera secuencia que acompasa latidos con una rave en el desierto de Marruecos. Una quedada a la que se acercan un padre y un hijo en busca de la hermana del segundo. Allí, conocen a unos raveros que les comentan que la gran fiesta está más al sur, cerca de Mauritania. Deciden unirse a ellos y acompañarlos en su camino. Empiezan los rituales, el espíritu solidario y el distanciamiento de un mundo que se desmorona. Empieza Sirat. Y nada más que contar. Toca vivirla en toda su crudeza. Un trance. Radical. Antisistema.
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