Una quinta portuguesa, como las buenas novelas, deja espacio para que las descripciones de los paisajes humanos las forje el que mira. Una película paciente y reparadora, que se toma su tiempo, que escucha y que desmerece urgencias y exigencias para perseguir un relato que busca la felicidad del espectador y la de sus personajes.
Avelina Prat ha compuesto una magnífica fábula de fantasmas donde hasta las sonrisas son a cámara lenta (la historia las necesita). A Fernando, un profesor de geografía, le deja su mujer sin aviso ni razones ni mapa. Hundido, decide emprender un viaje hacia la nada en busca de todo. Y en el todo, y en la nada, está el motivo por el que decide suplantar la identidad de otro hombre y hacerse jardinero en una quinta portuguesa. A partir de ahí, hay que acompañar a Fernando (ahora, Manuel) y a los habitantes de la quinta en el tiempo y en el espacio, en los destierros que los han llevado a parecer tan afables, en lo que cuentan y, ante todo, en lo que callan.
Mucha paz es lo que se encuentra en Una quinta portuguesa. Un silencio entre ruidosas propuestas. Colérica serenidad. Intimidad. Autoconocimiento. Y, al no presumir ni hablar de ella misma en tercera persona, la película nos da muchísimo más de lo que buscamos.
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